Una crítica habitual, que se efectúa hoy día, a los análisis y políticas del bienestar y del desarrollo sostenible llevados a cabo en el pasado, es que ellos estaban basados en un funcionamiento en silos. Esto es, que cada analista y departamento de gobierno se ocupaba de su área y trataba de alcanzar los objetivos que para ella se consideraban deseables, sin preocuparse de los efectos que ello podría tener en otras áreas o dimensiones ligadas también al bienestar o al desarrollo sostenible. Ese funcionamiento en silos iba acompañado, además, en la práctica, por una reducción de todo el bienestar a una única dimensión (la económica) y a un único indicador (el PIB per cápita).
Poco a poco fueron creciendo las voces (de los sociólogos, de los ecologistas, de los psicólogos…) que reclamaban una aproximación al bienestar y al desarrollo sostenible más multidimensional, y que advertían que el avance que se hacía en una dimensión podía ser a costa del que se hacía en otra. Como consecuencia, se empezaron a analizar las relaciones empíricas que se daban entre el bienestar económico y la felicidad o la satisfacción con la vida (a los cuales se suponía que el primera debía servir) o entre el bienestar económico y las restantes dimensiones del bienestar (la desigualdad, la pobreza, la sostenibilidad medioambiental…). (Véase Navarro, 2022)
Así, a mediados de los setenta apareció la llamada paradoja de Easterlin. Este economista mostró que, aunque los países o individuos que poseen mayor nivel de ingresos, poseen también mayores niveles de felicidad, temporalmente se observa que a largo plazo no existe ningún tipo de correlación entre la evolución de la renta per cápita y la felicidad. Esto es, que la renta per cápita se había multiplicado varias veces en EEUU desde principios de los años 50, pero que la felicidad de la gente prácticamente no había variado. Para explicarlo, se ha recurrido tanto a factores psicológicos internos (lo que importa es el nivel relativo o comparado de ingresos, no el absoluto; el estado mental se adapta ante los cambios externos, de manera que el nivel emocional relativo es estable…) como a mecanismos sociales externos (hay otras variables tan importantes para el bienestar como el ingreso: la salud, la familia, las relaciones sociales…). En consecuencia, pasó a considerarse que el bienestar personal podía aumentar, aunque los ingresos no lo hicieran.
La relación entre crecimiento económico y pobreza sí que se observó, en general, que es de carácter positivo. Los análisis empíricos tienden a confirmar que el crecimiento económico favorece la reducción de la pobreza; y que la reducción de la pobreza también resulta favorable para el crecimiento económico.
No obstante, si bien la relación entre pobreza y crecimiento económico es positiva, eso no aparece tan claro si relacionamos el crecimiento con otra gran subdimensión social: la desigualdad. Inicialmente, los análisis que realizó Kuznets (la llamada curva de Kuznets) sí que apuntaban en esa dirección. Según Kuznets, quien publica su estudio a mediados de los años 50, la relación entre los ingresos y la desigualdad presentaba una forma de U invertida. Es decir, que cuando la economía comienza a industrializarse y se sale del subdesarrollo, la desigualdad comienza a crecer; pero luego, si el desarrollo continúa, llega un momento en que la desigualdad comienza a disminuir. Piketty (2014), sin embargo, analizando un período más largo (que llega hasta nuestros días), ha llegado a la conclusión de que la relación entre los ingresos y la desigualdad presenta la forma de una curva creciente: el crecimiento en la renta per cápita se acompaña por una creciente desigualdad.
Asimismo, a comienzos de los noventa, en respuesta a la creciente preocupación medioambiental, los analistas comienzan a analizar la relación entre crecimiento económico y sostenibilidad medioambiental. Los primeros análisis mostraban una relación entre estas variables parecida a la que Kuznets había descrito para la desigualdad, por lo que comienza a sostenerse que la relación entre ingresos per cápita y degradación medioambiental se ajusta a la curva de Kuznets medioambiental. Son muchos los análisis que se han hecho para confirmar o refutar la susodicha curva. Ciertamente, si se esa curva fuera cierta, las propuestas de “crecimiento verde” serían más creíbles; si no lo fueran, los partidarios del “decrecimiento” podrían utilizarlo a su favor. Aun a riesgo de simplificar, cabe resumir los resultados como que, aunque en algunos contaminantes (p.e. contaminación del aire o del agua) se verifica la forma de U invertida, en otros (emisiones de CO2, pérdida de biodiversidad…) el deterioro no se ha detenido y está superando los límites que puede soportar el planeta. De hecho, las últimas revisiones muestran que en 6 de las 9 áreas en que se divide el análisis de la salud del planeta ya se han superado ampliamente los límites que este puede soportar.
En cuanto a la relación entre las dimensiones social y medioambiental, la realidad hasta ahora recogida muestra que el avance social ha ido, generalmente, acompañado de un deterioro medioambiental.
Sea como sea, aunque el no centrarse solo en una dimensión (el crecimiento económico) y tratar de explotar las posibles sinergias en pares de objetivos (dando lugar a estrategias de “crecimiento inclusivo”, de “crecimiento verde”…) suponía un paso adelante, ese trabajar por pares seguía careciendo de una perspectiva conjunta de toda la realidad. Fue en respuesta a esa carencia que la OCDE (2011) propuso la matriz de complementariedades de las políticas que se recoge en la siguiente figura:
EFICIENCIA | EQUIDAD | SOSTENIBILIDAD MEDIOAMBIENTAL | |
---|---|---|---|
POLÍTICAS ECONÓMICAS |
Crecimiento sostenible |
Las reformas económicas pueden aumentar la equidad [Inclusive growth] |
El crecimiento verde puede mejorar la sostenibilidad [Green growth] |
POLÍTICAS SOCIALES |
Las políticas sociales pueden aumentar la eficiencia (conocimiento, confianza, seguridad) [Inclusive growth] |
Cohesión social |
Políticas sociales sostenibles medioambientalmente [Inequalities-environment nexus] |
POLÍTICAS MEDIOAMBIENTALES |
La economía verde puede impulsar la innovación [Green growth] |
Las políticas medioambientales pueden mejorar la inclusividad; las personas pobres son las más afectadas por la degradación medioambiental [Inequalities-environment nexus] |
Desarrollo sostenible medioambientalmente |
La aprobación de la Agencia 2030 y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) a ella ligados, en 2015, ha supuesto un avance todavía más radical en esta cuestión. A diferencia de anteriores iniciativas de desarrollo sostenible o de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, la Agenda 2030 fija que los objetivos deben ser de carácter equilibrado, integrado e indivisible. Esto es, se considera que el desarrollo sostenible no puede dejar atrás ninguna de las tres dimensiones básicas (económica, social o medioambiental) y que dicho desarrollo solo podrá ser alcanzado si se toman en cuenta las interrelaciones existentes entre los diferentes objetivos y las metas que en ellos se incluyen.
Habiéndose aprobado 17 ODS y más de un centenar de metas, siendo tan grandes los desafíos en ellos recogidos y disponiendo cada territorio de recursos y capacidades limitados, resulta evidente la necesidad de priorizar. Y a la hora de priorizar las intervenciones, es clave considerar las interdependencias (esto es, relaciones de sinergia y de contraposición) que se dan entre objetivos y metas. En efecto, la aplicación de los recursos será tanto más eficaz cuanto más se centre en intervenciones que afecten a áreas que actúan como multiplicadores de sinergias en otras áreas, de manera que se generen círculos virtuosos; y que, en paralelo, se trate bien de evitar intervenciones que inciden muy negativamente en otras áreas o bien de adoptar medidas complementarias que mitiguen esos efectos negativos.
En este contexto, desde 2015 se ha producido un auténtico boom de la literatura sobre interrelaciones entre los objetivos y metas ligados al bienestar y al desarrollo sostenible. Es mucho lo que se ha avanzado en la delimitación conceptual de esa realidad (véase Navarro, 2024), pero el avance no ha sido tan grande en lo que se refiere a proporcionar orientaciones concretas y válidas sobre las interdependencias a los decisores públicos y sociedad en general.
Cabe destacar tres grandes razones. En primer lugar, el análisis de las interrelaciones es tanto más fiable cuanto más se baja en el detalle del análisis, de manera que no se queda a nivel de dimensión u objetivo, sino que baja a nivel de meta; pero resulta difícilmente de asimilar –y, más aún de comunicar– el resultado del cruce de más de 100 metas entre sí (más aún, si además de las influencias directas, se toman también las indirectas). En segundo lugar, muchos de esos análisis se han llevado a cabo con un claro sesgo academicista, sin implicar a los responsables de las políticas y a la sociedad en general y sin tratar de adaptar los principales métodos y mensajes a ellos. Por último, los análisis muestran que los resultados de los análisis de las interrelaciones son muy dependientes del contexto (de las condiciones geoeconómicas, institucionales y temporales imperantes en cada territorio), de manera que las interrelaciones detectadas en un estudio no son generalizables o válidas para todo territorio.
Habida cuenta, por un lado, de que las interrelaciones varían significativamente en función del contexto, y de que, por otro, las capacidades para hacer frente a los retos, las prioridades y preferencias con respecto a cada objetivo (e incluso la participación tenida en la generación de los problemas) varían sustancialmente de unos países a otros, Naciones Unidas y la literatura de los ODS es partidaria de la aplicación del principio “responsabilidades comunes, pero diferenciadas” a la hora de diseñar las estrategias e intervenciones de un país en materia de desarrollo sostenible. Dentro de la ambigüedad que presentan los estudios sobre interrelaciones en materia de ODS, la literatura es bastante unánime en considerar que los países y territorios desarrollados deberían centrar sus intervenciones en la reducción de las desigualdades (ODS10) y combatir el cambio climático (ODS13), mientras que los países de bajos ingresos deberían priorizar reducir la pobreza (ODS2) y posibilitar el crecimiento económico (ODS8).
Por otro lado, el principio de “responsabilidades comunes, pero diferenciadas” no cabría aplicarlo solo a nivel de estado, sino que también es aplicable, dentro de cada estado, para cada nivel de gobierno (nacional, regional o local) y para cada tipo de actor (gobiernos, empresas, universidades y sociedad civil). E, igualmente, el principio de “responsabilidades comunes, pero diferenciadas” implica que la responsabilidad diferenciada no se debe limitar a los impactos que un agente ejerce dentro de los límites de su circunscripción (bien sean nacionales o de su sector institucional), sino que debe tener en cuenta cómo afecta su actuación al resto del mundo o agentes.
A quien le interese profundizar en estas cuestiones puede acudir a Navarro (2024), donde se efectúa una completa revisión de la literatura sobre interrelaciones en las dimensiones del bienestar.